Antes del cuento este comentario:
El amor y la amistad han sido y siguen siendo esenciales en mi vida. He tenido el privilegio de los buenos amigos y el placer de amar y ser amado.
El amor y la amistad son fuerzas renovadoras, dinámicas, como la cola de un lagarto, o la primavera que un día nos sorprende con una floración, que no por sistemática deja de ser inesperada.
Hoy deseo compartir un cuento titulado “Los Plotis” que forma parte de mi libro “El descifrador y otros relatos” y es homenaje a mi compañero de estudios Alberto Silva Casas, con quien sostuve una amistad que solo pudo interrumpir la muerte.
Por los amigos uno siempre debe hacer lo mejor que puede hacer.
Buenos amigos y mejores amores en estas navidades y para el próximo año.
¡Felicidades!
Los plotis
En un lugar distante de todas las latitudes, lejos de todas las miradas, existe un volcán tan alto que las estrellas al pasar a lo largo de la noche deben apartarse para no chocar con él.
A veces, la luna se echa a descansar justo sobre su negra boca sedienta de luz y entonces el vientre del volcán se ilumina y es posible divisar la ciudad de los plotis.
¿Cómo llegué al volcán? No lo recuerdo. Sé que fue un viernes y que la luna salió temprano esa noche. Caminaba sin rumbo. Estaba triste, muy triste, por la muerte de mi amigo Alberto, porque cuando un amigo muere una parte nuestra muere con él, aunque siga viviendo de alguna otra manera, como le ocurre a los plotis, que se transforman en lo que amaron.
Absorto en mis recuerdos tropecé con la boca del volcán. En ese instante estaba abierta y la luna la inundaba con su luz. Resbalé con unas piedras y caí sobre mi asombro en la ciudad de los plotis, quienes, como después supe, andaban también sobre su asombro, en puntillas, para no espantarlo, porque están convencidos de que el asombro es un don fugaz, gracias al cual podemos ver cuánto de nuevo y deslumbrante hay en el mundo que nos rodea, incluso en las cosas y en los actos más cotidianos e intrascendentes. Basta tener una pizca de asombro, para encontrar, por ejemplo, en la palma de la mano un montón de razones para entretenerse, pero ocurre que casi siempre buscamos lo trascendente, lo bueno, lo importante, lo grande fuera de nosotros, hacemos mucho ruido, somos torpes y espantamos la belleza que está siempre a nuestro alcance.
Las casas de esta ciudad eran pequeñas y grandes a la vez, porque se adaptaban a las necesidades de los plotis. Cuando alguno deseaba tener mucho espacio para corretear, por ejemplo, detrás de un papalote, la casa se tornaba tan grande como su deseo, en cambio, si tenía frío o se asustaba, se volvía tan pequeña y abrigada como un caracol. No eran cuadradas, ni rectangulares, con esa rigidez de la mayor parte de las viviendas en las ciudades, ni llenas de esquinas y rincones inútiles donde se amontona el polvo de la soledad. Tampoco eran redondas, eran una mezcla de formas dulces, al capricho de su habitante, y digo habitante, no dueño.
No se compraban, ni vendían, aunque sí podían regalarse. Para los plotis regalar es algo muy importante, produce un cálido placer que es posible sentir cuando se desee, por eso sus casas eran como los árboles, cuya sombra es para quien la necesite y en sus ramas los pájaros se posan libre y espontáneamente, porque sí.
En cuanto a los colores pasaba lo mismo, porque se comportaban de igual manera que en el mar, o las nubes o las flores tornasoladas. Bastaba una sonrisa suave para ver el limpio azul de las mañanas o el rosa leve de los atardeceres.
Al principio me resultó muy difícil comprenderlos. Vivo en un mundo donde todo está medido y cortado.
Cada cual tiene su casa, su perro, su reloj y pierde mucho tiempo tratando de hacer su casa la más lujosa, su perro el más inteligente y su reloj el más exacto. Si alguien sueña con tener una casa junto al mar, para sentarse en la terraza a ver el atardecer o a escuchar el ir y venir de las olas, no puede lograrlo, porque otro llegó primero y puso allí un restaurante, o un malecón, o no encuentra la madera, o simplemente no tiene dinero y debe conformarse con vivir donde puede y como puede, muchas veces en una casa construida por quién sabe quién, llena de esquinas y de sombras que atormentan la mirada.
Los plotis eran muchos y pocos, con cierta transparencia, una suerte de magia que les permitía habitarse unos a otros y eso que uno fuera muchos y viceversa. Estaban a mí alrededor, sobre mí y dentro de mí, ocupaban mi espacio y su espacio, todo el espacio y ningún espacio.
Percibí un cosquilleo en el aire, y mi corazón entristecido se tornaba manso y alegre, como si en lugar de la sangre, corriera por mis venas una líquida música.
Más tarde supe que aquella gratitud era el amor. El amor era la sangre de los plotis. Su sabiduría, acumulada desde un tiempo infinito, quizás desde el origen del universo, consistía en comprender todos los lenguajes, todos los sentimientos y comunicarse en todas las dimensiones posibles. Ese era su secreto. Y cuando digo lenguaje, no me refiero al de las palabras.
Con ellos aprendí que muchas veces, las palabras estorban, complican, deforman lo que intentamos decir y eso nos pone en desventaja, incluso frente quienes están dispuestos a perdonar nuestra incapacidad para explicar algo.
Para ellos no existía el tiempo, ni el espacio y por tanto, la belleza de una flor, por ejemplo, era tangible, real, abarcable en toda la plenitud de los sentidos, incorporable desde todas sus posibilidades, como si la fugacidad de su existencia equivaliera a la eternidad.
Una persona «normal» preguntaría: ¿Quién era el rey, el cacique, el presidente o el jefe de estos seres tan exóticos? Pues, nadie. Los plotis no tenían jerarquías de poder, sino jerarquías de amor, lo cual significaba que quien daba más amor era siempre más importante.
Cuando estuve en condiciones de hablar, pregunté lo que siempre se pregunta en estos casos.
—¿Dónde estoy?
Mi voz se fue hasta el fondo del volcán y en un eco interminable comenzó a repetir:
—¿D ó n d e e s t o y…, d ó n d e e s t o y…?
—Aquí y en todas partes —fue la respuesta.
—¿Quién me responde?
Otra vez el eco se adueñó de mi voz.
—T o d o s y n a d i e.
—Pero, ¿con quién tengo el gusto de hablar? —traté de ser amable.
El eco seguía en su letanía, mezclaba mis preguntas con las respuestas y ya no era posible saber qué preguntaba ni qué me respondían.
En esos momentos sentí una enorme claridad en mis ideas. Las respuestas de los plotis estaban en mi propia voz o quizás en mi mente. El eco se multiplicaba de tal forma, que decidí no preguntar más y tratar de entender por mi cuenta. Aquella dulce, confusa e infinita mezcla de sensaciones debía ser un sueño. Al menos ese argumento me permitió no pedir más explicaciones, lo que a los plotis resultaba muy fatigoso, pues nunca las pedían, ni las daban. Era como si preguntas y respuestas estuvieran dentro de ellos.
Aquella irrealidad sin límites me confundía. Sin reglas definitivas, sin leyes inviolables, sin las simplificaciones de la lógica. Por ejemplo: la ciudad estaba construida sobre la base de una relatividad armónica. Las casas tenían jardines y estos flores y sobre las flores volaban mariposas, pero las mariposas se tornaban flores y los jardines casas. Solo bastaba desearlo intensamente, esa era su ley fundamental —esto de ley fundamental es un decir, es una manera de explicarlo. Y aquí vuelvo a caer en el error de querer encontrar siempre una explicación innecesaria.
Cuando la luna se deslizó sobre la noche y se acomodó exacta sobre la boca del volcán, de tal manera que la selló con su luz, un plotis que a su vez era muchos, se introdujo en mí y me sentí uno de ellos.
Comprendí que en aquel mundo imaginado, o de una realidad diferente, mi tristeza no tenía sentido. Mi corazón estaba limpio, el dolor por la muerte de mi amigo había desaparecido. Supe entonces que sólo bastaría mi deseo para encontrarlo. Cerré los ojos y pensé en Alberto y ni siquiera tuve que abrirlos para saber que quien me abrazaba fuertemente era él.
